Déjà vu
Ve miles de murciélagos saliendo de sus
guaridas atraídos por la luz de la primera estrella y escucha sus chillidos.
Cortando las penumbras, la escena lo envuelve y lo sofoca. Se sienta en la cama
y recién puede respirar otra vez. Parpadea y ya no vuelve a dormirse. Se
levanta. Las sandalias y la robe le dan resguardo. Prende la luz y tarda en
acostumbrarse al brillo. Usa las manos de pantallas, da unos pasos, toma agua,
se acaricia el cabello, inclina la cabeza y se deja caer en el sillón.
No tarda mucho en levantarse y con
prisa e impaciencia, abre cajones, despeja estantes y hurga los envases que protegen
y ocultan viejos y recientes tesoros. Le es difícil mantener la mente fija en un
recuerdo, en un objetivo; otros aparecen y tentadores y elusivos, rápido se
disipan. Un pequeño sobre suave y esponjoso, esconde algo tejido de color
violeta, lo huele y lo desecha. En una cajita amarilla, la borla dorada de un
bonete de graduación. Abre una bolsa y encuentra zapatos viejos, llenos de
barro, por fuera y por dentro. Acaricia la punta de una corbata roja, gastada
por el uso, que sobresale de un sobre de papel plateado. Se acerca a la
biblioteca.
Entremetido en una fila de textos
de química orgánica, un estuche negro, chato, raído, apenas se revela. Sus
dedos tiemblan al separar los tomos. Lo apresa y lo abre con mesura hasta que aparece,
tal como lo había guardado entonces después de haberlo limpiado meticulosamente;
el cuchillo
Hace cuarenta años lo había usado para matar a
su amante; la había encontrado haciendo el amor con su mejor amigo, en su
propia cama. Y ella se le aparece otra vez, ahí, viva, arrogante y maldita! Con
el arma aferrada en su mano derecha, comienza a girar sus brazos y lanza
estocadas buscando, una vez más, su cuerpo. El cuchillo, se clava en la
espalda, en los brazos, en el pecho, en la cara, en la nuca y le saca los ojos
a tirones. Llora, tiembla y sigue acuchillando. El aire se torna rojo. El olor
lo embriaga y lo enloquece…
Empapado en transpiración cae arrodillado
sobre la cama. Al ver su mano vacía, lo busca. Lo encuentra sobre la almohada, limpio
y refulgente. Lo levanta, acaricia su vaina, lo pone en el mismo estuche negro y
lo guarda, en otra parte, como siempre.
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