jueves, 29 de octubre de 2020

 

Tango

                                      

Los observé. Esa mujer, elegante, toda de negro, lo seguía a Sergio desde el lado opuesto del salón. El tango “Caminito” resonó en el ambiente. El la cabeceó y fue hacia ella. Cuando llegó a su lado vi que era más alta que él y delgada, muy delgada. Ella no respondió a su sonrisa, tomó la iniciativa y en un suspiro, lo invadió con su perfume, y lo envolvió en un abrazo milonguero.

 

Más que bailar, parecían flotar en el espacio.  Llegó la segunda pieza, “A Media Luz” y el lugar también se tornó más oscuro. No era él quien guiaba. Lo vi tratar de resistirse pero no podía. Durante la “Milonga Triste”, cuando ella le exigió pasos insólitos, intentó rebelarse, pero todo fue inútil.

 

Noté su desconcierto al quedar solos en la pista y ahí nomás, se alteró el ritmo de D’Arienzo; “La Cumparsita” se escuchaba sincopada. El fluctuar del compás le hizo a él perder los pasos. Todo variaba sin sentido. Noté su frustración y percibí hasta miedo. Él no quería perderse.

 

Ella empezó a acelerar el tempo, infundir más brío en los giros. Después de un ocho, lo hizo estremecer. Sergio titubeó, perdió el control en un tropiezo y fue ella quien lo sostuvo en vilo.

 

El intentó parar la danza, pero ella se rehusó, y con firmeza. Cuanto más Sergio se esforzaba en resistir más perdía sus fuerzas. Sonaban las estrofas finales de “El Ultimo Café” cuando, desafiante, la miró en los ojos. Yo también los vi; los ojos de ella estaban vacíos. Ella lo abrazó aún más fuerte y con el acorde final… se lo llevó consigo.

 

 

Enrique van der Tuin

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