Spuk
Cuando
el colectivo aparece en la esquina, él tarda en decidirse. El número es el
correcto pero sin embargo, no es verde. Le hace señas, pero no para. Como viene
despacio, lo corre, lo alcanza y puede treparse a él; por poco lo pierde. Está vacío.
Se acomoda en la primera fila. La radio transmite el partido de fútbol a todo
lo que da. Transita un tiempo y quiere bajarse pero el chofer no para. Cómo no
va rápido, se larga con el vehículo andando. Da unos pasos, se resbala con algo
y trastabilla. Ha pisado una bolita. Sonríe. No ha pagado el boleto.
Es
un día nublado de otoño, destemplado, con un leve viento, pero no hace frío. Las
hojas que los árboles perdieron alfombran las veredas. El barrio mantiene su
carácter a pesar de los años y el deterioro. Los olores que emanan de las
cocinas y de los tachos de basura, son los mismos. El chalet donde pasó la infancia
está cambiado. Las baldosas de las veredas donde jugaba a las
figuritas y a las chapitas con sus amigos, aunque pálidas, mantienen los
colores. Al pasar por un jardín toma una pequeña fruta blanquecina, la muerde y
unas gotas dulces se deslizan en su garganta. Sonríe. Es la esquina del potrero
donde solía jugar a la pelota, de arquero, con las zapatillas rotas, los agujeros
de las suelas reparadas desde adentro con hojas de papel de diario. Ya no hay
cancha, está todo edificado.
Gira la cabeza al sentir un rítmico crujir
de hojas secas. Un perro lo sigue. El animal levanta las orejas y mueve la cola.
Le acaricia la cabeza y le rasca el lomo al perro y lo llama por el mismo
nombre de su mascota de antaño. Al grito
de ¡Spuk! el animal le extiende la patita derecha. Él se sonríe, acompañado
ahora por un jadear ronco y pasitos tenues.
Se
detiene al sentir un temblor; es un tranvía, grande, amarillo, que se acerca
veloz y estridente. Está vacío y el guarda tiene la mirada fija hacia adelante.
Pasa de largo, toma la curva de la esquina a toda velocidad y desaparece con
una fanfarria de sonidos metálicos.
El
perro retoma la marcha delante de él. Llegan
al paredón del cementerio. El portón, de hierro oxidado, está abierto. El perro
entra primero. No se ve un ser humano. Caminan, pisando lapidas ocultas por
pasto y maleza, obligados a zigzaguear para evitar las bóvedas y los viejos
monumentos. Siguen el curso señalado por
las cruces ennegrecidas de moho.
Finalmente se paran frente a una barrosa
área rectangular cubierta por coronas y ramos. El crepúsculo oscurece todo con
tintes naranja y rojo sucios. Un olor impactante emana de las flores. Se cubre
la nariz y la boca con la mano. El perro alterna sus miradas entre la tumba y
su acompañante. Una rudimentaria cruz de madera esta clavada en la cima del montículo. Tiene una inscripción pero apenas se distingue
por el barro que la cubre parcialmente. Se arrodilla, apoya los brazos en las
coronas y se desliza sobre el pasto mojado. Aferra la cruz con una mano y con
el dorso de la otra limpia la inscripción. Ahora ya puede distinguir la
escritura. La fecha es la de hoy… el nombre… es el suyo.
Cuento por Enrique van der Tuin Copyright 2013
20090310 E25 W551 130930 SPUK
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